jueves, 1 de julio de 2010

Periódico Horadada Información. Mes de Julio

LA MUJER DE NEGRO


Ya la había visto antes: pequeña y delgada, de manos largas y ahuesadas, y siempre vestida de negro. Posiblemente guarde luto a alguien querido. Me la he cruzado muchas veces, afable y paciente, tirando de su carrito lleno de vida, pero nunca antes me había acercado a charlar con ella. Su aspecto, a priori, desde la ignorancia y la soberbia puede parecer andrajoso o vagabundo. De rechazo, tal vez.

El otro día, paseando por la Torre la volví a ver: daba de comer a unos cuantos gatos abandonados y enfermos que se buscan la vida en una jungla de asfalto a la que no pertenecen. De su carro sacaba unos cacharros que llenaba de comida y distribuía a los animales; éstos, fieles como de costumbre, se movían y rozaban con confianza entre sus piernas. Se dejaban acariciar como niños los muy mamones. Gatos adultos y callejeros, algunos de ellos incluso enfermos, y siendo acariciados en plena calle como cachorros recién nacidos. Me encanta.

Mientras observaba la escena comenzó a llover. En pocos minutos, unos nubarrones empujados por un poniente seco y salado descargaban una intensa cortina de agua que dispersó a los animales en busca de un refugio. Yo hice lo mismo. Me refugié en el sitio más cercano: debajo de una cornisa casi en ruinas pero que era lo suficientemente buena para no mojarme. Al poco, y después de proteger con un plástico lo que llevaba en el interior de su carrito, la mujer de negro se refugió a mi lado. «Parece que va a llover», le dije mostrándole una cálida sonrisa. Me miró y sonrió. Llevaba unas gafas de pasta gruesa, pero a pesar de ello pude ver sus ojos: sinceros. Me impresionó su mirada sin sombras, era una mirada familiar. «Son bonitos los condenados», le dije con intención de escuchar su voz. «Sí, pero nadie los quiere. Están solos», me contestó. «Intento que por lo menos tengan algo que comer, tienen derecho a ello, ¿no cree?». Asentí. Siguió hablándome de ellos y a medida que la conversación avanzaba sus ojos se iluminaban. Y yo seguí escuchándola con atención: me contó que colaboraba con una asociación de ayuda a los animales abandonados, y que por las tardes, aunque llueva, pasea con su carrito para dar de comer a los que la gente abandona. Me contó cosas bonitas. Hablaba suave y dulce, con voz de abuela. Y yo escuché paciente y sereno, como escuchan los nietos. Y siguió contándome más cosas, entre ellas, un problema que había tenido con un idiota –lo de “idiota” ya saben que es de mi cosecha- que encontró cierto día.

Por lo visto, una tarde cualquiera, mientras alimentaba a unos gatos en una esquina cualquiera, un fulano fue hacia ella increpándole su acción. El fulano, en actitud agresiva le dijo que se fuera a echar comida a otro lado, que iba a coger a todos los gatos y los iba a envenenar si seguían allí. Que ensucian su calle. Que a su mujer le dan miedo y no sé cuántas barbaridades más. Y la empujó. Varias veces, además. Imagino que para intentar acobardarla. Y le cogió el carro y lo volcó, derramando en el suelo toda la comida que ella paga con su dinero. El idiota. Y la mujer, con los ojos húmedos y la sonrisa entristecida como el día que hacía, siguió contándome la escena. «Fue bochornoso, yo no hago daño a nadie. La gente los abandona, y lo único que hago es darles un poco de cariño y cuidados». «¿Y qué hizo usted?», le pregunté. «Resignarme», me contestó con la voz entrecortada.

No pude hacer otra cosa que guardar silencio y mirar de nuevo sus ojos sin sombras. Entonces paró de llover, aunque el cielo seguía gris y el viento soplaba con rabia. Y con un húmedo “adiós” se despidió de mí y fue a buscar a sus gatos, que al escucharla llegar salieron de los refugios sin miedo a nada ni a nadie. Contentos. Y volvieron a rozarse con sus piernas los muy mamones; y se volvieron a dejar acariciar por ella. Otra vez. Como si fueran inocentes cachorros recién nacidos. «Me encanta», pensé de nuevo, porque nadie en este puñetero mundo, por mucho dinero que tenga o poder que posea puede acariciar así a estos animales si ellos no quieren. Y eso vale mucho.

4 comentarios:

  1. ¡Hola, Isidoro!
    Me ha gustado mucho tu relato. Yo también me he parado a hablar muchas veces con esa señora y he sido testigo de esa mirada sincera y esa sensibilidad especial que transmite a través de sus actos y palabras.
    Existe el maltrato animal, sí: a los gatos de la Torre les ponen trampas donde algunos han llegado a perder hasta alguna pata. Pero que se enfrenten a una pobre mujer por hacer lo que considero una obra de caridad con los animales, eso no tiene nombre.
    En ocasiones parece que la humanidad está deshumanizándose, y esto lo comento sin ánimo de ser pesimista.
    Un cordial saludo.

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  2. Gracias por tu comentario, Rosa.
    Creo que deberíamos detenernos más a menudo a escuchar otras voces.

    Un saludo.

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  3. Me ha encantado tu último artículo, me parece muy humano y conmovedor.
    Yo también conozco a esa mujer de negro y creo que no hace daño a nadie. Como bien dices la gente prejuzga pues parece una vagabunda. Es sólo una mujer con corazón que se dedica a ayudar a esos pequeños seres vivos que son abandonados, sufren la inclemencias del tiempo y del hambre.
    ¡Ojalá hubiesen más personas como ella, seríamos todos mejores personas!

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