domingo, 17 de julio de 2011

El cajón de las hojas muertas





Aquella mañana había en la habitación un aroma opaco, mezcla de café, tabaco y libros rancios. Las hojas seguían encima de la mesa, vacías y amarillentas, custodiadas por mi vieja pluma. La luz del flexo, que había estado encendida toda la noche, se combinaba ahora con un leve haz de claridad que penetraba por la ventana. La papelera seguía vacía, como de costumbre.
Después de toda la noche trabajando no había ni una sola palabra plasmada en el papel.
Me sentí vulgar y vulnerable. 
Encendí un nuevo cigarro y miré a través de la ventana; mi reflejo se mezclaba en el cristal con aquel azul turquesa procedente del mar. Aquel reflejo me hizo estremecer. Mis ojos ya no eran azules, como antaño, sino negros. Mi rostro manifestaba el cansancio de las noches en vela, a la espera de que olvidara aquellas palabras. Pero el maldito murmullo seguía en mi cabeza; palabras sueltas, sin sentido, querían forjar aquellas hojas vacías y taciturnas. No debía permitirlo, pues ella estaba allí, al acecho.
Sin poder evitarlo cambié el cigarro por la pluma, dejando éste en el cenicero, humeante. De repente, como si tuviera vida propia, empezó a garabatear con su tinta negra aquel papel pajizo, dando forma a las palabras con un cuidado especial, con mimo. Era un movimiento que nunca antes había visto, tranquilo y perfecto. Mis manos, aquel día más delgadas y ahuesadas que ningún otro, se dejaban guiar, serenas, por la vetusta pluma. Se convirtieron en unas manos blanquecinas y arrugadas, casi muertas, unidas por un leve hilo de vida al corazón de aquella pluma.
Aquella forma de escribir, imperturbable, me recordaba a dos adolescentes haciendo el amor por primera vez: pausados, tranquilos, aprovechando cada segundo de intimidad sin pensar en nada ni en nadie. Acariciando sus cuerpos, quietos e impacientes, con la inocencia de sus manos. Perfilando con mimo cada fría curva de carne inmadura. Dando forma a su pasión. Dejándose llevar por sus sueños. Porque creen, inconscientes, que disponen del todo el tiempo del mundo.
Las palabras empezaron a inundar las hojas. Miles de palabras, diferentes, navegaban en aquellas láminas dando significado a algo incierto. Cada letra dibujada era mejor que la anterior. El color negro les daba un toque elegante y profundo. Todo empezaba a tener sentido. Cada vez más se apresuraban a salir de mi cabeza, impacientes por ser acariciadas por ella.
Perfilaba sus cuerpos esbeltos con la quietud de la niebla en un frío amanecer. Las penetraba furtiva. Y ellas, ufanas como el agua de un océano, se dejaban hacer.
Ingenuas, yo sabía lo que les esperaba.
Al poco, aquel negro empezó a enrojecer. Sus caricias dejaron de ser inocentes y suaves. Ahora, las dibujaba con violencia. Ya no garabateaba palabras bellas y penetrantes, sino tristes y amargas palabras sin sentido, vacías. La tinta roja salía a borbotones desfigurando toda palabra que acariciaba la pluma. Ya no querían seguir saliendo de mi cabeza.
De repente, la pluma expulsó toda su tinta roja sobre las hojas ya escritas, ahogando en ellas miles de hermosas palabras. Me fue imposible salvar a ninguna.
Mi mano paró de escribir.
Cambié la pluma por el cigarro, que seguía humeando en el cenicero como si no hubiera pasado el tiempo. Fumé. Volví a mirar a través del cristal y pude ver el color azul del mar fusionado con el de mis ojos. Volvía a ser yo.
Me levanté con resignación de la silla. Con gran tristeza cogí las hojas, ahora muertas, y las guardé en aquel maldito cajón. El cajón de las hojas muertas.

Autor: Isidoro Sánchez.

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