Hay un proyecto, apoyado por la Real Academia Española, para
localizar los restos de Miguel de Cervantes en el subsuelo del convento de las
Trinitarias, en Madrid. El convento está en el corazón del barrio de las
Letras, cerca de la casa en la que vivió Lope de Vega y del lugar donde estuvo
la que habitaron Góngora y Quevedo -éste, tan español como el que más, compró
la vivienda del poeta cordobés para darse el gusto de echarlo a la calle-.
Respecto a Cervantes, la cosa estriba en que el autor del Quijote, que murió
viejo y pobre, recibió sepultura en un sitio que el tiempo transformó en fosa
común, y sus huesos están en algún lugar de ahí abajo, revueltos con otros sin
nombre y sin historia. La idea de quienes impulsan el asunto es utilizar las
modernas técnicas de rastreo basadas en el georradar para, combinadas con los
adecuados estudios forenses, determinar cuáles de los huesos que se localicen
corresponderían a un varón de setenta años que en su juventud hubiera recibido,
como fue el caso de Cervantes en Lepanto, lesiones que le dejaron huellas en el
pecho y estropeado el brazo izquierdo: heridas y manquedad recibidas peleando a
bordo de la galera Marquesa, en aquella batalla que, en palabras
-justificadamente orgullosas- del propio interesado, fue «la más alta ocasión
que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros».
El proyecto es caro, naturalmente. Los expertos lo estiman
en unos 100.000 euros; así que Cervantes y sus huesos sin identificar seguirán
durmiendo tranquilos su modorra de siglos, porque dudo que en estos tiempos
difíciles de austeridad y recortes alguien invierta un céntimo en removerlos.
Esto no es Inglaterra con su Shakespeare, ni Francia con su Montaigne, ni
Alemania con su Goethe. Para tales cosas, ni siquiera somos Italia -que ya nos
gustaría, a algunos- con su patriotismo cultural y su dilatado panteón de
mármol y gloria. En España, o como se llame esta descojonación de Espronceda en
la que habitamos, la cultura, la memoria y la vergüenza torera siempre fueron
los primeros rehenes a ejecutar por parte de los golfos, los fanáticos, los
idiotas y los indiferentes. Las prioridades -léase clase política y su propio
estado del bienestar- son las prioridades. Aparte el hecho de que rescatar a
estas alturas del putiferio los restos del hombre que fijó el canon del
castellano, también llamado español -Franco firmaba sus sentencias de muerte en
esa lengua opresora y fascista-, sería considerado un acto de provocación
intolerable y una agresión a las sensibilidades y lenguas periféricas; tan
nobles, o incluso más, todas ellas. Desde cualquier punto de vista, por tanto,
éstos no son tiempos simpáticos para gastar dinero removiendo huesos; y mucho
menos con las incertidumbres de una búsqueda que tiene altas probabilidades de
fracaso. Sin embargo, la idea de encontrar y honrar los restos de Cervantes
sigue siendo hermosa. Y la Academia, entre cuyos fines se cuenta «mantener vivo
el recuerdo de quienes, en España o en América, han cultivado con gloria
nuestra lengua», seguirá atenta a ello, por si algún día un mecenazgo adecuado,
un ministerio de Cultura quijotesco -y nunca sería tan adecuado el adjetivo-,
una universidad extranjera o un inesperado golpe de suerte permitiesen
emprender los trabajos. Algún día. Quizá. Tal vez. Puede ser. Quién sabe.
De todas formas, cuando lo pienso un poco, concluyo que tal
vez sea mejor así. El autor de la novela más grande e inmortal, el escritor
modernísimo que marcó para siempre la literatura universal, el soldado que nos
enseñó a hablar y a escribir una lengua bellísima y eficaz que comparten casi
500 millones de seres humanos, fue toda su vida víctima de la ingratitud, la
calumnia, la mala suerte y la envidia, vivió de fracaso en fracaso, murió
anciano, pobre y casi ignorado por sus compatriotas, y recibió sepultura en la
humilde fosa común de un convento de Madrid. Había nacido en España, y eso lo
resume todo. Así que, bien mirado, no hay para don Miguel de Cervantes túmulo
más simbólico e inequívocamente español que ese viejo convento de ladrillo
perdido en el centro de Madrid -hasta la calle, ironía póstuma, se llama Lope
de Vega-, bajo cuyos muros, revueltos con otros huesos, duermen los suyos
nobilísimos en el polvo de los siglos. Y los pocos que conocen y recuerdan, los
escasos transeúntes que pasan junto a las Trinitarias y se detienen un momento
para apoyar una mano en el muro de ladrillo mientras dedican una sonrisa triste
y agradecida a la memoria del autor del Quijote, saben que, para un hombre como
él, en patria tan miserable e ingrata como la suya, no es posible imaginar
monumento funerario más perfecto que ése.
Artículo de Arturo Pérez- Reverte. XL Semanal 19/11/2012
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