Lo
vuelvo a colocar en su sitio, donde siempre. Al lado de los otros
volúmenes, en perfecto orden. Aunque no siempre ha estado ahí.
Tiene las puntas dobladas y el amarillo empieza a oscurecer. Si se
fijan, pueden encontrar leves manchas de café en algunas de sus
hojas. Y hay esquinas marcadas; posiblemente, en otra ocasión quise
destacar algo que hoy ya no recuerdo lo que es. A veces, hay que
pasar el dedo a palabras teñidas de negro por la ceniza. Me ha
acompañado durante muchos años. Y a muchos lugares. Sus hojas son
más finas que antaño y si te las acercas, todavía huelen a humo. A
humo de algún cigarro que fumé mientras las recorría.
Tal
vez no era el hombre más honesto ni el
más piadoso, pero era un hombre valiente. El
más valiente que te podía acompañar. Lo conocí cierta noche en la
taberna del Turco, entre jarra y jarra de vino. Íñigo me invitó
a sentarme en su mesa, donde además del Capitán, bebían don
Francisco de Quevedo, Juan Vicuña, el Licenciado Calzas y algún
otro conocido. También -previo aviso de que era el Capitán quien
solía recorrer sus caderas- me presentó a Caridad la Lebrijana.
Desde aquella noche me han acompañado a cientos de lugares. O les he
acompañado yo.
Esa
noche empecé a introducirme en peligrosas aventuras en el Madrid de
Felipe IV, conocí las intrigas de la Corte de una España corrupta y
en decadencia; leí sonetos de Quevedo que no conocía; acudí a
emboscadas en callejones oscuros donde aprendí a utilizar los
aceros, me he puesto coletos de ante, he sentido de cerca disparos de
arcabuz que ensordecían los oídos, he asistido a duelos donde algún
hombre ha muerto desangrado; me he enamorado de Angélica de
Alquézar. Y la he odiado. He presenciado estrenos de un tal Lope
entre el calor de la gente y el olor a orín en el corral de La
Pacheca. He comido obleas y barquillos, he probado los mejores
potajes de Madrid y escupido el peor vino. He visitado el Alcázar
real. He sido mochilero del Tercio viejo de Cartagena junto a Íñigo
de Balboa en las batallas y el asedio de la ciudad de Breda. Una vez vi a don Diego Velázquez. He conocido a bravos espadachines, el
corral de Los Naranjos, la cárcel real, las tabernas de Triana y los
arenales del Guadalquivir. He vivido lances y estocadas, en compañía
de viejos amigos y viejos enemigos. Nunca he olvidado mi daga de
misericordia atravesada al cinto cuando tocaba pelear junto a
Sebastian Copons y el moro Gurriato.
Conocí
a la bellísima María de Castro en un estreno de Tirso de Molina. Y
aprendí que no hay lance que el diablo no aproveche cuando hay mujer
hermosa de por medio. He servido casi dos años en las galeras de
Nápoles; conociendo escaramuzas, corsarios, abordajes, matanzas y
saqueos. Navegando los mares de Levante.
Visité
mancebías en Nápoles, Roma y Milán, donde casi pierdo amigos en
una misión suicida. Acaricié a mujeres bellas. Le he dado a la
desencuadernada y he besado el jarro más de lo prudente. Y en cierta
ocasión, defendí a nuestro Rey junto al Capitán. He visto las
miserias de nuestra España y las penurias de sus gentes. Las mismas
miserias y penurias que veo hoy, mientras escribo estas líneas. Pero
ante todo, he conocido el significado de la palabra lealtad. Esa
lealtad que, cada vez más, echo en falta.
Lo
he llevado en la mochila, donde quiera que he ido, doblando poco a
poco sus esquinas: aeropuertos, largos turnos de noche, tardes de
lluvia en algún bar. Ha pasado por diferentes habitaciones de hotel,
ennegreciendo su amarillo. Alguna vez, incluso, lo leí en tierras
herejes; levantando a menudo la vista para comparar sensaciones o
experiencias. Y puedo jurarles que en ocasiones, he escuchado
tintinar hierro a mis espaldas y al girarme, una capa negra doblaba
la esquina. Desapareciendo. Escuchando después, incrédulo, un
tararear conocido.
Creo
que están cansados. Son muchos años y muchas aventuras. El Capitán
ha envejecido e Íñigo y yo hemos crecido. Juntos. Leyendo versos de
Quevedo y observando esta ingrata tierra nuestra. Aprendiendo de ella
en cada paso. En cada batalla. En cada línea. Ahora, y hasta pronto,
lo vuelvo a colocar en su sitio. Donde siempre.
Autor: Isidoro Sánchez.
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