martes, 11 de septiembre de 2012

MIS HÉROES TAMBIÉN ESTÁN CANSADOS


Lo vuelvo a colocar en su sitio, donde siempre. Al lado de los otros volúmenes, en perfecto orden. Aunque no siempre ha estado ahí. Tiene las puntas dobladas y el amarillo empieza a oscurecer. Si se fijan, pueden encontrar leves manchas de café en algunas de sus hojas. Y hay esquinas marcadas; posiblemente, en otra ocasión quise destacar algo que hoy ya no recuerdo lo que es. A veces, hay que pasar el dedo a palabras teñidas de negro por la ceniza. Me ha acompañado durante muchos años. Y a muchos lugares. Sus hojas son más finas que antaño y si te las acercas, todavía huelen a humo. A humo de algún cigarro que fumé mientras las recorría.
Tal vez no era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente. El más valiente que te podía acompañar. Lo conocí cierta noche en la taberna del Turco, entre jarra y jarra de vino. Íñigo me invitó a sentarme en su mesa, donde además del Capitán, bebían don Francisco de Quevedo, Juan Vicuña, el Licenciado Calzas y algún otro conocido. También -previo aviso de que era el Capitán quien solía recorrer sus caderas- me presentó a Caridad la Lebrijana. Desde aquella noche me han acompañado a cientos de lugares. O les he acompañado yo.
Esa noche empecé a introducirme en peligrosas aventuras en el Madrid de Felipe IV, conocí las intrigas de la Corte de una España corrupta y en decadencia; leí sonetos de Quevedo que no conocía; acudí a emboscadas en callejones oscuros donde aprendí a utilizar los aceros, me he puesto coletos de ante, he sentido de cerca disparos de arcabuz que ensordecían los oídos, he asistido a duelos donde algún hombre ha muerto desangrado; me he enamorado de Angélica de Alquézar. Y la he odiado. He presenciado estrenos de un tal Lope entre el calor de la gente y el olor a orín en el corral de La Pacheca. He comido obleas y barquillos, he probado los mejores potajes de Madrid y escupido el peor vino. He visitado el Alcázar real. He sido mochilero del Tercio viejo de Cartagena junto a Íñigo de Balboa en las batallas y el asedio de la ciudad de Breda. Una vez vi a don Diego Velázquez. He conocido a bravos espadachines, el corral de Los Naranjos, la cárcel real, las tabernas de Triana y los arenales del Guadalquivir. He vivido lances y estocadas, en compañía de viejos amigos y viejos enemigos. Nunca he olvidado mi daga de misericordia atravesada al cinto cuando tocaba pelear junto a Sebastian Copons y el moro Gurriato.
Conocí a la bellísima María de Castro en un estreno de Tirso de Molina. Y aprendí que no hay lance que el diablo no aproveche cuando hay mujer hermosa de por medio. He servido casi dos años en las galeras de Nápoles; conociendo escaramuzas, corsarios, abordajes, matanzas y saqueos. Navegando los mares de Levante.
Visité mancebías en Nápoles, Roma y Milán, donde casi pierdo amigos en una misión suicida. Acaricié a mujeres bellas. Le he dado a la desencuadernada y he besado el jarro más de lo prudente. Y en cierta ocasión, defendí a nuestro Rey junto al Capitán. He visto las miserias de nuestra España y las penurias de sus gentes. Las mismas miserias y penurias que veo hoy, mientras escribo estas líneas. Pero ante todo, he conocido el significado de la palabra lealtad. Esa lealtad que, cada vez más, echo en falta.
Lo he llevado en la mochila, donde quiera que he ido, doblando poco a poco sus esquinas: aeropuertos, largos turnos de noche, tardes de lluvia en algún bar. Ha pasado por diferentes habitaciones de hotel, ennegreciendo su amarillo. Alguna vez, incluso, lo leí en tierras herejes; levantando a menudo la vista para comparar sensaciones o experiencias. Y puedo jurarles que en ocasiones, he escuchado tintinar hierro a mis espaldas y al girarme, una capa negra doblaba la esquina. Desapareciendo. Escuchando después, incrédulo, un tararear conocido.
Creo que están cansados. Son muchos años y muchas aventuras. El Capitán ha envejecido e Íñigo y yo hemos crecido. Juntos. Leyendo versos de Quevedo y observando esta ingrata tierra nuestra. Aprendiendo de ella en cada paso. En cada batalla. En cada línea. Ahora, y hasta pronto, lo vuelvo a colocar en su sitio. Donde siempre.

Autor: Isidoro Sánchez.

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