Y don Ibrahim no esperaba otro premio que sentarse en alguna mesa oscura, al fondo de la sala, y beberse algo despacio con un Montecristo humeándole en la mano y un nudo en la garganta oyendo cantar a la Niña Puñales. Eso, y que la caja fuera bien. Tampoco era que lo cortés quitara lo valiente.
PÉREZ-REVERTE
La piel del tambor
La piel del tambor
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