
El proyecto es caro, naturalmente. Los expertos lo estiman
en unos 100.000 euros; así que Cervantes y sus huesos sin identificar seguirán
durmiendo tranquilos su modorra de siglos, porque dudo que en estos tiempos
difíciles de austeridad y recortes alguien invierta un céntimo en removerlos.
Esto no es Inglaterra con su Shakespeare, ni Francia con su Montaigne, ni
Alemania con su Goethe. Para tales cosas, ni siquiera somos Italia -que ya nos
gustaría, a algunos- con su patriotismo cultural y su dilatado panteón de
mármol y gloria. En España, o como se llame esta descojonación de Espronceda en
la que habitamos, la cultura, la memoria y la vergüenza torera siempre fueron
los primeros rehenes a ejecutar por parte de los golfos, los fanáticos, los
idiotas y los indiferentes. Las prioridades -léase clase política y su propio
estado del bienestar- son las prioridades. Aparte el hecho de que rescatar a
estas alturas del putiferio los restos del hombre que fijó el canon del
castellano, también llamado español -Franco firmaba sus sentencias de muerte en
esa lengua opresora y fascista-, sería considerado un acto de provocación
intolerable y una agresión a las sensibilidades y lenguas periféricas; tan
nobles, o incluso más, todas ellas. Desde cualquier punto de vista, por tanto,
éstos no son tiempos simpáticos para gastar dinero removiendo huesos; y mucho
menos con las incertidumbres de una búsqueda que tiene altas probabilidades de
fracaso. Sin embargo, la idea de encontrar y honrar los restos de Cervantes
sigue siendo hermosa. Y la Academia, entre cuyos fines se cuenta «mantener vivo
el recuerdo de quienes, en España o en América, han cultivado con gloria
nuestra lengua», seguirá atenta a ello, por si algún día un mecenazgo adecuado,
un ministerio de Cultura quijotesco -y nunca sería tan adecuado el adjetivo-,
una universidad extranjera o un inesperado golpe de suerte permitiesen
emprender los trabajos. Algún día. Quizá. Tal vez. Puede ser. Quién sabe.
De todas formas, cuando lo pienso un poco, concluyo que tal
vez sea mejor así. El autor de la novela más grande e inmortal, el escritor
modernísimo que marcó para siempre la literatura universal, el soldado que nos
enseñó a hablar y a escribir una lengua bellísima y eficaz que comparten casi
500 millones de seres humanos, fue toda su vida víctima de la ingratitud, la
calumnia, la mala suerte y la envidia, vivió de fracaso en fracaso, murió
anciano, pobre y casi ignorado por sus compatriotas, y recibió sepultura en la
humilde fosa común de un convento de Madrid. Había nacido en España, y eso lo
resume todo. Así que, bien mirado, no hay para don Miguel de Cervantes túmulo
más simbólico e inequívocamente español que ese viejo convento de ladrillo
perdido en el centro de Madrid -hasta la calle, ironía póstuma, se llama Lope
de Vega-, bajo cuyos muros, revueltos con otros huesos, duermen los suyos
nobilísimos en el polvo de los siglos. Y los pocos que conocen y recuerdan, los
escasos transeúntes que pasan junto a las Trinitarias y se detienen un momento
para apoyar una mano en el muro de ladrillo mientras dedican una sonrisa triste
y agradecida a la memoria del autor del Quijote, saben que, para un hombre como
él, en patria tan miserable e ingrata como la suya, no es posible imaginar
monumento funerario más perfecto que ése.
Artículo de Arturo Pérez- Reverte. XL Semanal 19/11/2012
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